martes, 23 de noviembre de 2010

UP IN THE AIR, sociedad líquida

Zygmunt Bauman, último premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, denomina sociedad líquida a la actual sociedad que no quiere ningún tipo de compromiso, atadura o carga que le imposibilite salir corriendo cuando le venga en gana. Es decir, una sociedad cobarde, una sociedad que limita sus posibilidades de felicidad sólo porque así también limita su dolor en el caso de fracasar. Sociedad placebo. Peor aún, sociedad cáncer, por estar compuesta por individuos como Ryan Bingham (George Clooney), que predican su credo en deleznables libros de autoayuda.

Perdonad el tono, pero me da rabia que casi haya caído en la trampa de Jason Reitman. Veamos primero el argumento. Clooney es un individuo que se dedica a recorrer el país despidiendo a la gente. Para más inri, en los aeropuertos, en los hoteles, se siente mejor que en casa. Con tanto viaje el contacto familiar y las amistades tienden a cero, pero él, a falta de preocuparle, lo pregona en sus conferencias: cuanto menos lleves en la mochila, mejor podrás moverte. Cuando llega una nueva compañera de trabajo que quiere revolucionar el negocio instaurando la videopatada, a Clooney se le caen los palos del sombrajo, ya que su meta en la vida es acumular tantas millas de viajes como pueda. Porque sí. Sin finalidad alguna.

El resto del argumento es menos marciano: Clooney, que nunca baja la guardia, justo se enamora de una casada, aprende lo que es el dolor, y retoma el contacto con su familia.

Por supuesto la trama está rellena de alambicados diálogos bienintencionados cargados de psicología a lo Spencer Jonson. No es de extrañar que en su país de origen se estrenase el 23 de diciembre, cuando los corazones almibarados estaban mejor preparados para acoger el mensaje falsamente positivo de la película: tranquilo si te despiden, con el apoyo de tu familia y tu esfuerzo, conseguirás trabajo.

Puede. O puede que te perpetúes en el paro.

Lo que es seguro es que seguirá habiendo individuos como el personaje de Clooney, que despedirán sin dar explicaciones, sin pestañear.

Es tiempo de releer a Víktor Frankl.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

TRAINSPOTTING, apostando a no ganar jamás.

Éste es el título de una fotografía que Alberto García-Alix se toma mientras se inyecta heroína. Como Danny Boyle, director de la cinta, no hace un drama de la droga. Al contrario, no pierde un ápice de la frescura y comicidad que Irvine Welsh plasmó en su novela.
Gracias al guión adaptado de John Hodgey y de la fotografía de Brian Tufano, colaboradores habituales de Boyle, consiguen adentrarnos en el sinsentido de una adicción tan terrible como la de la heroína, en el delirio del síndrome de abstinencia, las repercusiones que tiene en amigos y familia… todo de una forma hilarante y trágica, con una potencia visual que hace que en pocos planos se pase de una escena familiar a una sobredosis, sin perder el hilo narrativo.
Ewan McGregor, en la piel del ambiguo protagonista Mark Renton, desprende un magnetismo mezcla del Alex de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971) y del Alfie de… Alfie (ídem, Lewis Gilbert, 1966). Definido en la película como “uno de esos chicos silenciosos y delicados […], un poquito chiflado, un poquito malo”, se encarga de recorrer Edimburgo entre bajones y subidones de heroína.
Renton, junto con sus así llamados colegas, parecen anclados en el pasado. La novela está situada a finales de los 80, situaciones que conservan los personajes, trasladados a la época actual de la película, mediados de los 90, apareciendo fuera de contexto a ojos del espectador, pertenecientes a otro lugar, efecto que acrecienta el uso de heroína en una época que arrasa el éxtasis.
Este tratamiento realista y trágico de la adicción, por un lado, pero con una estética innovadora y por momentos cercana al surrealismo, por el otro, crea un ambiente de realismo mágico, hilvanado por unos diálogos crudos, irónicos, alejados de la realidad.